Por
el oro o por el bronce
El
alma mater del canal de televisión líder en la Argentina,
Claudio Villarruel, proclamó durante una reciente ceremonia de
premiación de FundTV (en la que R&TA fue galardonada) la necesidad
de que “el Estado eduque al pueblo, para que la televisión
cambie”.
El curioso concepto de un hombre que indiscutiblemente sabe de televisión
y mucho se insinúa como un buen disparador para un debate de esos
que la sociedad argentina se debe, pero nunca cumple. Porque pese a anticipar
la postura diametralmente opuesta de esta publicación, Villarruel
es una de las voces a las que necesariamente hay que escuchar, respetar
y analizar en su contenido. No se trata sólo de un teórico
de la comunicación, sino de un hombre que traduce en millones de
espectadores, día a día, sus conocimientos e ideas.
Pero R&TA discrepa profundamente con lo que, de ahora en más,
denominaremos “el teorema de Villarruel”. El postulado remite,
y le da una nueva vuelta de tuerca, a una vieja discusión mal saldada
en los albores de la democracia: ¿al público hay que darle
lo que pide o proponerle contenidos que ayuden a su elevación cultural,
en el sentido más amplio del concepto?.
El teorema de Villarruel parece navegar en dos aguas sobre esa dicotomía.
Algo así como “yo querría emitir una programación
mejor, pero no puedo porque el público me pide esto. Y me pide
esto porque no está educado. Y no está educado porque el
Estado, que tiene la responsabilidad de la educación, falla”.
Lo que enuncia es parcialmente cierto. Pero como toda verdad parcial,
el enunciado esconde, también, una omisión. Es cierto que
hay un déficit descomunal en materia educativa, de este y anteriores
gobiernos. Pero no es menos cierto que ante esa insuficiencia del Estado,
que se revela endémica y de solución imposible por la ineptitud
de los sucesivos funcionarios, los medios de comunicación, -sin
mencionar la ley, artículo 5 y 9-, no pueden, ni deben, abstraerse
de una realidad que aflige a una sociedad que les da de comer.
Transferir acríticamente la responsabilidad sobre quien, en un
país normal, debería asumirla, denota una postura facilista,
poco comprometida y preocupada sólo por un interés sectorial
vinculado, para peor, con una mera ecuación económica.
La Argentina -lo padecemos a diario- no es un país normal. Por
lo pronto, no lo es según los parámetros de “normalidad”
de espejos en los que nos gustaría mirarnos. Entonces las responsabilidades,
en sus proporciones naturales en un marco de normalidad, se alteran. Los
procesos sociales interactúan de manera diferente y se impone una
modificación de valores que obliga a los menos responsables a asumir
compromisos mayores.
La TV, lo hemos dicho en estos editoriales hasta el hartazgo de nuestros
lectores, es un formidable elemento de educación. Por su masividad,
por su poder de penetración, por su cuasi gratuidad y por su alcance
indiscriminado a distintos estratos sociales, ninguna escuela está
en condiciones de suplirlo en la actualidad. ¿Por qué no
utilizarlo como vehículo de formación y crecimiento de la
sociedad?
El teorema de Villarruel podría resumirse en una frase: “Si
el público estuviera más y mejor educado, me pediría
otros contenidos y yo se los daría”. Ergo, está en
condiciones de dárselos, pero no lo hace porque no se lo solicitan.
Se convalida así un círculo vicioso, de espiral descendente
sin final aparente, por lo menos en el corto plazo.
Mucho se ha hablado durante las últimas décadas sobre el
rol de la iniciativa privada en el crecimiento -no sólo económico-
de una sociedad. Pues bien: los medios masivos de comunicación
están en manos privadas, es decir que están instalados en
el escenario ideal que reclamaron desde siempre para demostrar que aquella
idea fuerte puede ser realidad. Pero en los medios, como en la mayoría
de las actividades en las que los privados se hicieron cargo de lo que
antes era público, invariablemente recurren a la queja contra el
Estado. Peor aún, apelan a subsidios directos (como en el caso
de los trenes) o indirectos (no pagar una multa al COMFER o la pauta de
publicidad oficial) para justificar su propia ineficiencia trasladándole
la culpa a otro con bien ganada fama de bobo.
Probablemente si los responsables de medios masivos en manos privadas
apostaran a una propuesta distinta, educativa, enaltecedora, tendrían
menos rating, menos anunciantes, menores dividendos y serían considerados
por sus pares menos “exitosos” en sus tareas. Pero también
es posible, que rompieran el círculo vicioso e iniciaran uno “virtuoso”
que en el mediano y largo plazo derivara en otro tipo de demandas del
público. En ese caso, serían considerados exitosos no ya
por los empresarios que gobiernan el interés común con una
calculadora en la mano. Serían exitosos para la sociedad.
No es poco. Sobre todo tratándose, como se trata, de personajes
que viven obsesionados por las planillas del rating. Y el rating, habrá
que recordarlo, es la gente. Detrás de cada punto de medición
hay personas de carne y hueso que esperan y aspiran a algo mejor que lo
que les están proponiendo.
Seguramente tendrían menos fama. Pero ganarían en prestigio,
un valor olvidado en los pliegues farandulescos de la realidad argentina.
Ruben
S. Rodríguez
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