Cadena
de favores y todos sus sinónimos
Pese
a que los indicadores macroeconómicos parecen marcar que la Argentina
está atravesando una etapa espectacular de recuperación,
la lectura doméstica, el día a día, muestra que muchos
ciudadanos comunes siguen padeciendo enormes problemas para vivir.
Los medios de comunicación y quienes los hacen, los periodistas,
son parte de esa sociedad que, por un lado, parece recuperarse, pero por
el otro, pugna por sacar la cabeza a flote a la espera de que “la
copa derrame” y los salpique.
Cuando la necesidad aprieta, la receta económica tradicional aconseja
ajustar el cinturón, recortar gastos, prescindir de erogaciones
superfluas. En resumen, achicar para que los números cierren. La
otra alternativa propone que, ante la disminución de posibilidades
económicas, se procure “agrandar la torta”, es decir
generar mayores ingresos para restablecer -e incluso mejorar- la situación
anterior. Claro que para ello hay ciertos límites que la ética
(cuando no el Código Penal) establecen claramente. Por ese desfiladero
entre ético y delictivo suelen circular a menudo medios de comunicación
y periodistas, que agrandan su propia torta aunque con métodos
de dudosa legitimidad.
Hace algunas semanas, una noticia pasó virtualmente inadvertida
en los medios de comunicación nacionales. Según un despacho
de una agencia de noticias, “la Justicia condenó a un periodista
de una radio del Partido de la Costa a dos años y medio de prisión
en suspenso por intento de extorsión contra un funcionario municipal,
a quien le exigió dinero a cambio de cesar sus comentarios sumamente
críticos hacia su gestión. El Tribunal Oral número
uno de esa región bonaerense dictó la condena contra el
periodista y propietario de la radio FM Más, de San Bernardo, Eduardo
Domingo Arias, quien en febrero de 2000 intentó extorsionar, cobrándole
3 mil pesos, al entonces secretario de Gobierno comunal, Jorge Grande”.
Ese fallo, habrá que decirlo de una vez, es uno de los pocos en
los que una práctica muy frecuente en los medios de comunicación
llega a la Justicia. No se trata de un hecho aislado. Cuando los medios
de comunicación dejan de ser una institución periodística
para convertirse en una empresa, las noticias pasan a ser su producto.
Algo así como un neumático para Firestone, una barra de
chocolate para Arcor, un paquete de fideos para Matarazzo. La noticia
convertida en producto y el producto ofrecido al mercado como una mercancía
desvirtúan por completo la esencia del periodismo. La situación
que dirimió la Justicia del Partido de la Costa se repite casi
constantemente en los medios: nunca falta un periodista que llama a un
empresario para “avisarle” que hay una noticia que, de publicarse,
podría perjudicarlo. A menudo esa noticia no sale, y el periodista
recibe una gratificación por ello. También se produce el
recorrido inverso, y el que llama es el empresario porque tiene interés
en que determinada noticia se difunda.
En ese juego perverso, muchas veces toman parte también las autoridades
políticas, desde los más altos estamentos del gobierno hasta
los intendentes de pequeñas localidades desparramadas por todo
el país. El periodista Jorge Lanata sufrió un vergonzante
acto de censura cuando desde la radio para la que trabaja, Del Plata,
difundía un confuso episodio de un habitante de Río Gallegos
con custodios del hijo del presidente Néstor Kirchner. La repetidora
de Del Plata en Santa Cruz lo sacó del aire. Ignotas publicaciones
hacen campañas publicitarias con afiches callejeros en lo que muestran
los rostros de aún más ignotos legisladores hablando de
temas tan importantes como la importancia del agua en la navegación.
El diario Perfil publicó recientemente documentación sobre
pauta publicitaria oficial en programas en los que probablemente ningún
avisador privado aconsejaría invertir. No sólo piden pautas
para no revelar algún antecedente, también que se les dé
una mano para ganar un concurso público, que se amplíen
sus medios o que desaparezca alguna antigua deuda con el fisco. Como resultado,
las tapas de algunos diarios parecen mostrar que la Argentina no es Argentina
sino Suiza y antiguos intendentes hayan ejercido impolutos su mandato.
Por uno u otro camino, el único que resulta perjudicado con este
manejo de la noticia, con esta manipulación de la verdad y el tamiz
que decide según intereses particulares -mas no a nombre del interés
general-, qué se publica y qué no, es el ciudadano común.
A él no se le respeta su derecho constitucional de estar informado.
En lo que tiene que ver con el Estado, la cuestión es de fácil
solución: no puede un funcionario del gobierno, sea nacional, provincial
o comunal, decidir a quién le da publicidad y a quién se
la niega. La publicidad oficial no es una concesión graciosa de
ningún gobierno. La Constitución Nacional establece la publicidad
de los actos de gobierno, de modo que nadie debe sentirse agradecido por
ello, porque se trata de una obligación, no de una gentileza. Pero
además, esa publicidad se realiza con el dinero de la comunidad
que paga impuestos. ¿Por qué va a decidir una persona el
destino de un dinero que todos aportamos para cumplir con una obligación
constitucional? Tal vez sea hora de establecer un comité compuesto
por legisladores, representantes del gobierno, de los medios de comunicación,
de las cámaras de anunciantes y de entidades defensoras de los
derechos del consumidor para que, entre todos, decidan adónde y
cómo va a parar la publicidad oficial. Donde no hay solución
posible es en la relación corrompida entre periodistas y factores
de poder, ya sean públicos o privados. No hay forma de regular
la deshonestidad. Ante ese escenario, la única herramienta de defensa
que tiene el ciudadano es desconfiar de todo lo que lee, ve y escucha.
Cuando los medios comprueben que han perdido credibilidad y esa situación
les afecte directamente a los ingresos, tal vez decidan poner las cosas
otra vez en su lugar: las noticias serán noticias, el público
ejercerá su derecho a saber y el dinero sucio dejará de
circular en sobres oscuros, porque nadie querrá que el peso de
la verdad achique su propia “torta”. Es más fácil
perdonar un error, que un favor hecho para taparlo.
Ruben
S. Rodríguez
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