|   Cuando 
        la verdad es una caricatura 
      La 
        responsabilidad periodística no se compra en la góndola 
        de un supermercado. Resulta de una ecuación que combina sentido 
        común -poco frecuente por estos tiempos- con el pragmatismo acorde 
        con los tiempos que corren, más una dosis importante de cultura 
        general y otra de conocimientos globales del mundo. La responsabilidad 
        periodística es, en definitiva, la suma de todas las virtudes imaginables 
        en el quehacer informativo cotidiano.  
        La responsabilidad periodística es un bien escaso en estos tiempos. 
        Los medios de comunicación, convertidos irremediablemente en empresas 
        que persiguen como fin casi único la atención consumista 
        de sus lectores-clientes, desdeñan valores que hasta hace no demasiado 
        tiempo eran únicos y absolutos: el buen gusto, la cautela, la mesura, 
        el respeto por la diversidad, la tolerancia. 
        Sólo por la alteración perversa de esta ecuación 
        cuyo resultado debería ser la responsabilidad periodística 
        se entiende que embajadas occidentales sean atacadas en Medio Oriente 
        por la ira de quienes se sienten ofendidos por una agresión caricaturesca 
        del mayor símbolo de una fe religiosa, cual lo es Mahoma para los 
        mahometanos. 
        La noticia, que sorprendió por su virulencia a los occidentales 
        que vivimos de este lado del mundo, tiene -sin embargo- un costado inexplorado. 
        Precisamente el costado que tiene que ver con una cultura y una fe diferente 
        que impera en otras regiones muy lejanas de las que vivimos y frecuentamos. 
        Pero que por diferente no es, por ello, menos digna y respetable. Los 
        mahometanos se sintieron ofendidos y reaccionaron quemando embajadas. 
        ¿Qué tiene ello de extraño? ¿Acaso, en los 
        albores de la democracia, cuando el teatro General San Martín de 
        la Ciudad de Buenos Aires exhibió en 1984 “Mistero Buffo”, 
        la obra el italiano Darío Fo, no se presentaron a sus puertas grupos 
        de ultracatólicos que intentaron incendiar el teatro? ¿Cuantos 
        argentinos han visto la película “La última tentación 
        de Cristo”? Pareciera ser que ofender a las religiones occidentales, 
        por caso el cristianismo y el judaísmo, fuera una afrenta que sólo 
        se pudiera lavar con sangre o fuego. En cambio, ofender a otras religiones 
        debería ser, vaya soberbia, gratuito. Si los seguidores de Alá 
        realizaran un piquete, no faltará medio que despotricará 
        contra ese grupo. Pero, como contrapartida, bien vale obstaculizar el 
        tránsito por media ciudad con un acto en recordación de 
        las víctimas del Holocausto nazi o en rechazo a las políticas 
        presuntamente abortivas o abiertamente contraconceptivas que impulsa el 
        Ministerio de Salud, poniéndole un profiláctico simbólico 
        y gigante al Obelisco.¿Qué tienen de distintos una situación 
        y otra? ¿Quién nos ha dado a los occidentales el patrimonio 
        absoluto de la razón y la verdad en materia de fe religiosa? ¿Por 
        qué es una ofensa intolerable cualquier alusión ofensiva 
        a Jesucristo y no lo es en igual medida una caricaturización de 
        Mahoma? ¿Desde cuándo la verdad es patrimonio exclusivo 
        de las religiones occidentales? 
        El mundo globalizado acaba de dar una muestra lamentable de intolerancia 
        e insolencia. Intolerancia, porque no mide con la misma vara las ofensas 
        a la fe religiosa de todos los pueblos del mundo. Insolencia, porque ni 
        siquiera habiendo comprendido que se produjo una ofensa y que sus consecuencias 
        van más allá de los que los ofendidos pueden tolerar, no 
        media siquiera un pedido de disculpas, que denota -además- una 
        ignorancia supina sobre lo que le interesa y le afecta al otro, que es 
        distinto pero en el fondo, es igual. La respuesta, simplista y bastarda, 
        por cierto, es que la libertad de prensa permite que se publique una caricatura 
        de Mahoma. Porque la libertad de prensa no tiene límites. 
        Pues bien, estimados lectores, desde R&TA queremos pedirles que no 
        crean en esa falacia. Simplemente porque ES MENTIRA. 
        Si un medio de comunicación argentino decidiera publicar hoy en 
        sus páginas una caricatura que reivindicara los campos de concentración 
        de la Alemania Nazi, e incluyera allí una leyenda “graciosa” 
        sobre las víctimas, inmediatamente sería denunciado. 
        Si un medio de comunicación argentino decidiera hoy publicar una 
        historieta humorística en la que reivindicara la represión 
        ilegal que desató la dictadura, y tratara a sus 30.000 víctimas 
        directas y sus millones indirectas como si fueran estúpidos que 
        no entienden la realidad, pasarían menos de 24 horas antes de que 
        le llovieran denuncias o piedras si tuviera algún vidrio a la vista. 
        ¿Por qué? Porque en la Argentina la “apología 
        del delito” de un delito. Y porque la “injuria”, entendida 
        como el menoscabo moral de un tercero, también es un delito. 
        La libertad de prensa es irrestricta, es cierto. Pero el ejercicio de 
        esa libertad debe estar atado a un ejercicio de responsabilidad que no 
        se aprende en la escuela, pues la tolerancia y la pluralidad no parecen 
        ser un objetivo especifico e irrenunciable de los gobernantes que hemos 
        sabido conseguir. Para ser plural, democrático, tolerante y respetuoso 
        de los otros hace falta, desde los medios y fuera de ellos, una virtud 
        que se lleva muy poco en los tiempos que corren: la grandeza. Grandeza 
        es, simplemente, entender que el que piensa distinto no es inferior. Que 
        no necesariamente está equivocado. Que las circunstancias particulares 
        en las que nació, creció, maduró y afrontó 
        la adultez, son diferentes a las nuestras. Pero ellos y nosotros tenemos 
        dos piernas, dos brazos, una boca, dos ojos, un corazón y un cerebro. 
        Podemos hacer, sentir, decir, pensar y actuar en iguales condiciones. 
        Sólo el relleno del sándwich es diferente. Y en cuestión 
        de gustos (y de culturas), ningún criterio es lo suficientemente 
        amplio, porque la verdad está en todas partes, y en ninguna.  
        Ningún acto justifica la violencia. Pero nadie tiene derecho a 
        la provocación gratuita. Si alguien provoca, y está en su 
        derecho de hacerlo, debe atenerse a las consecuencias. La libertad de 
        unos termina donde comienza la libertad del otro. La razón mía 
        termina donde comienza la de mi semejante.  
        Porque la democracia, la libertad y la tolerancia, significan precisamente 
        eso. Que el otro, aún cuando piense distinto de mí, siempre 
        tiene algo de razón. Y si creemos que no la tiene, igual merece 
        respeto, en tanto y en cuanto no invada nuestra libertad. 
        Los medios de comunicación deberían explicar esto en lugar 
        de demonizar a los mahometanos que quemaron embajadas. Pero no lo hacen. 
        Y así, sólo contribuyen a profundizar el sectarismo, el 
        desprecio por el que no es igual, la discriminación, la segregación. 
        Todas las dictaduras comenzaron así. Esto es sólo una advertencia. 
         
      Ruben 
        S. Rodríguez 
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