Entretener,
entretener y entretener
A
lo largo de la historia reciente, la censura sobre los contenidos de los
medios de comunicación registró formas muy variadas y recorrió
todo el arco imaginable entre la violencia asesina y la sutileza más
cruel. La censura, como práctica habitual, siempre representó
una tentación para el poder de turno, porque siempre tuvo algo
que ocultar y quiso disimularlo de forma tal que nadie se enterara. De
su costado más brutal dan testimonio el centenar de periodistas
desaparecidos durante la última dictadura. El de Rodolfo Walsh
es, acaso, el episodio más emblemático de aquella forma
despiadada de acallar voces disidentes durante un régimen en el
cual la vida y la democracia no representaban valores absolutos.
Treinta años han pasado desde el golpe de Estado que instauró
la sangrienta dictadura. Hoy, afortunadamente, la democracia es un valor
de alta consideración popular y social y aunque la vida parece
a veces despreciada -sobre todo en los sectores más vulnerables
de la sociedad, por ejemplo ancianos y niños-, lo cierto es que
se ha formado una suerte de conciencia sobre la necesidad básica
de respetarla.
Pero el concepto de “democracia” trae (o al menos debería
traer) aparejadas algunas ideas mucho más profundas que la posibilidad
de elegir a los representantes mediante el voto en elecciones limpias
cada dos años, en el caso de los legisladores, y cuatro, en el
de los presidentes. La democracia implica también condiciones de
vida, desarrollo, crecimiento, tolerancia y pluralidad que, después
de 23 años de ejercicio, no han conseguido consolidarse.
En lo que atañe a este editorial, una de las facetas que no tiene
consolidación definitiva en la sociedad argentina es la de la libertad
de expresión, entendida mucho más allá de poder decir
libremente lo que cada uno piensa sin riesgos de recibir un balazo o un
secuestro por ello. Implica, además, la posibilidad de buscar información
y difundirla, sin que factores exógenos (económicos, políticos,
sociales) pongan trabas o directamente lo impidan.
Y eso, exactamente eso, es lo que viene ocurriendo desde que se reinstauró
la democracia y se ha agudizado en los últimos tiempos. Citaremos
sólo dos ejemplos recientes que tal vez sirvan para graficar lo
que está ocurriendo.
Radio Continental, en manos de un grupo español, acaba de determinar
algunos cambios en su programación que, vistos desde la óptica
del público, resultan poco menos que incomprensibles, más
allá de los gustos personales de cada oyente.
Decidió levantar de su grilla un programa de los pocos que se dedicaba
a informar sobre el ámbito judicial. Se llamaba “Secreto
de Sumario” y era conducido por Darío Villarruel, periodista,
abogado e hijo del recordado Sergio. Salió del aire y sólo
pudo despedirse, en unos minutos que le concedió el programa que
iba antes que el suyo.
La misma emisora decidió levantar otros dos contenidos: el magazine
de la tarde, que conducía Teté Coustarot, y un programa
que atravesaba la madrugada, repasando las principales notas que se habían
difundido durante el día, matizado con buena música, entrevistas
y algunos toques de erotismo. El programa, que conducía María
Eugenia Biyó, fue reemplazado por una suerte de agencia de encuentros
sentimentales que invita a extender esos pedidos que en la radio son telefónicos,
en encuentros de solos y solas en un lugar determinado de la Capital Federal
en el que es necesario pagar una entrada para acceder a ver si se conoce
a alguien con quien armar pareja. Lo curioso es que a las 23, es decir
sólo un par de horas antes, el medio tiene una propuesta muy similar,
que conduce Rolando Hanglin desde hace años. Todo parece indicar
que los cambios obedecen a razones económicas. Si hay plata, hay
espacio.
El segundo caso no fue confirmado oficialmente por ninguna fuente. Pero
la versión está circulando insistentemente por todas las
redacciones e indica que al menos dos altos funcionarios, uno nacional
y otro de la ciudad de Buenos Aires, habrían gestionado que las
cámaras ocultas que los involucraron en el programa ShowMatch no
salieran al aire. Se trata de las sátiras en los que los políticos
sufren todo tipo de provocaciones y suelen decir cosas de las que después
se arrepienten. O bien quedan ridiculizados.
De modo tal que por cuestiones económicas o políticas, la
pretensión de censura sigue instalada en la sociedad argentina.
Si a ello se le suma que el periodismo vernáculo atraviesa uno
de sus peores momentos históricos, el resultado final muestra que
la libertad de expresión es hoy poco menos que una ilusión.
Saber, conocer, entender, pensar, opinar, fundamentar, discutir, debatir,
crecer, enriquecer. Todos verbos en infinitivo que no se están
conjugando en el país. Cual si se tratara de una política
sistemática de embrutecimiento y desconocimiento, por una razón
o por otra el tejido social se está empobreciendo.
Una vieja definición sobre los medios de comunicación indicaba
que tenía tres funciones básicas: informar, formar y entretener.
En la Argentina de hoy, para informar primero hay que estar informado
y ello implica decisiones personales y afrontar riesgos. Formar implica
tener un grado de conocimientos y de autoridad intelectual y moral que
está reservada a un puñado de profesionales que no pueden,
ni aunque quieran, luchar contra las restricciones de los medios, para
instaurar un proceso cultural que enriquezca a la sociedad.
Queda “entretener”. Es lo más fácil y lo menos
comprometido. Ahí se anotan todos, a partir de consignas tan simples
como mostrar un pecho o una cola femenina, exacerbar la pasión
deportiva a toda hora, copiar programas de otras sociedades con una fisonomía
distinta a la Argentina, inventar personajes mediáticos y desplazar
una noticia con otra casi sin solución de continuidad.
Cuando algún poderoso intenta (y consigue) imponer la censura,
y se siente satisfecho por ello, debería pensar que no está
tapando sólo algo que no quiere que se sepa. Está contribuyendo
a hipotecar cada vez más el futuro de la sociedad.
Quedará en su conciencia. Y probablemente no habrá Dios
ni Patria que se lo demanden.
Ruben
S. Rodríguez
|