Sólo
una cara bonita
Los
medios de comunicación son un lugar de difícil acceso. Valga
como prueba, los datos estadísticos que indican que, anualmente
egresan de escuelas de periodismo y facultades varias, miles de “recibidos”,
de los cuales sólo entre el tres y el cinco por ciento encuentran
trabajo en la prensa gráfica o audiovisual. Podrá decirse,
y no faltará razón en ello, que algo similar ocurre en todas
las profesiones. Los ejemplos típicos de ingenieros manejando taxis,
que pueblan el folklore cotidiano con anécdotas de todo tipo, son
acaso una caricaturización de la realidad. Pero no por caricatura
dejan de ser ciertas: la exageración es una malformación
óptica de algo que realmente pasa, aunque tal vez con menos dramatismo
del que se insinúa cuando se lo refleja en el imaginario popular.
Desde hace un par de décadas, los medios encuentran en su costado
periodístico una tendencia poco saludable: la mezcla de roles y
funciones, y la invasión de advenedizos e improvisados que terminan
desplazando, amparados en una cara bonita, a profesionales que están
infinitamente mejor preparados, pero carecen de buenos pechos o glúteos
redondeados, ellas, y brazos musculosos, barbas prolijamente recortadas
y mohines juveniles de cabellos largos y pieles bronceadas, ellos.
Esto ocurre mayoritariamente en la TV. Sería aceptable si se entendiera
desde el punto de vista de la imagen, y si se hiciera un culto de esa
verdad estúpida que sostiene que “la imagen es todo”.
No lo es, por cierto. Mal que les pese a quienes conducen la TV. El mundo
también es de los feos y de las gordas.
Hay una sutileza que marca a las claras que la tergiversación del
verdadero sentido de la comunicación ha venido para quedarse. Decenas
de locutores incursionan como si tal cosa en funciones periodísticas;
en muchos casos sin más preparación que una buena voz y
dicción. Pero con una sublime pobreza de vocabulario, de conocimientos
elementales de los temas sobre los que les toca informar y, para peor,
con una ignorancia supina respecto de quien les toca entrevistar, se trate
de quien se trate.
So pretexto de la frescura y la informalidad, de esa “onda”
confundida con espontaneidad, cuando en realidad sólo se trata
de carencias, ocupan lugares que no les pertenecen y marginan a profesionales
que deberían estar en esos puestos.
También ocurre el camino inverso. Periodistas reconocidos por sus
trabajos que, por su buena imagen, carácter marketinero, credibilidad
o la posibilidad de incrementar ventas que sus figuras ofrecen, fungen
de locutores sin haber pasado jamás por un instituto. No pueden
ni deben hacer esa tarea, pero nadie se los reprocha porque la descalificación,
aún cuando sea justa, parece estar prohibida a la hora de la crítica.
Este editorial no pretende demonizar a periodistas que juegan a ser locutores,
ni viceversa. Muy por el contrario: reivindica plenamente la posibilidad
de diversificar las actividades y ampliar los horizontes laborales. Pero
esa extensión debe estar necesariamente acompañada de un
proceso de formación acorde a las necesidades de la sociedad, que
no son las mismas que las de los medios. A estos le sirve una cara bonita
haciendo una nota en Casa de Gobierno, porque estéticamente es
más agradable. Pero también, porque la carencia de formación
y criterio para desarrollar una tarea periodística seguramente
redundará en un informe menos comprometido con la verdad, con menores
aristas investigativas y un espíritu crítico ausente. Así,
informar es desinformar, y los medios, que deben ser un vehículo
para el enaltecimiento del conocimiento, terminan transformándose
en una caja de resonancia de un tamborileo que apunta a idiotizar a la
sociedad.
Lo propio pasa con los periodistas que promocionan marcas sin estar habilitados
a hacerlo. Ese caso, no es menos comprometedor ni peligroso.
Un periodista grabando un aviso publicitario a favor de un medicamento,
un alimento balanceado para mascotas o un seguro de automóviles,
induce a comprar cualquiera de esos productos sin reparos. No pone en
juego su credibilidad, porque siempre tiene la excusa de haber hecho por
lo que le pagaron. Pero su responsabilidad es mucho más profunda,
porque utiliza su predicamento sobre la sociedad para convencer sobre
el consumo de determinado producto, sin siquiera haberse preocupado sobre
si ese articulo es tan bueno como declama, según el texto que le
dieron para recitar. Los medios de comunicación, lo hemos dicho
hasta el cansancio en estas páginas, implican un ejercicio de la
responsabilidad equiparable a la de un médico, un ingeniero, un
docente. Si un médico yerra en una terapia puede provocar daños
irreparables, incluso la muerte. Si un periodista yerra en la forma de
ejercer su labor, también provocará daños irreparables
e incluso la muerte, sólo que no se observarán a simple
vista ni de inmediato. Será la resultante de un proceso más
largo que, no obstante, será igual de dañino.
Basta tomar una fotografía de la sociedad argentina y compararla
con otros períodos de la historia. ¿Cuánta responsabilidad
tenemos los medios de comunicación en esa suerte de juego de los
errores? Nadie debe hacerse el distraído. El reclamo de seriedad,
honestidad y excelencia debe ser un norte para el ejercicio de las profesiones
vinculadas con la comunicación social. Aceptar otra cosa es legitimar
la decadencia por goteo. Pero aunque parezca imperceptible, gota a gota
se llena cualquier recipiente. Más aún, gota a gota, también
desborda.
Ruben
S. Rodríguez
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