|   “Yo 
        opino que me dejen opinar” 
      Una 
        de las principales máximas que rigen al periodismo, aquí 
        y en cualquier lugar del mundo, sostiene lo que parece una verdad de perogrullo. 
        Sin embargo, por esa suerte de confusión de roles en los que han 
        caído las instituciones en los últimos tiempos, es necesario 
        recordarla, so pena de caer una y otra vez en el riesgo de traspasar los 
        límites de la ética y del buen ejercicio de la profesión. 
        La máxima dice: “los hechos son sagrados, las opiniones son 
        libres”. ¿Qué significa uno y otro postulado? Aunque 
        las explicaciones parezcan estar de sobra, será bueno explicar 
        que dentro de la misión de informar que tenemos los periodistas, 
        un hecho es un hecho, inmodificable a través de la crónica. 
         
        Por ejemplo: las Torres Gemelas cayeron, ya no están. Cromañón 
        se incendió y murieron 194 personas. El gobierno le pagó 
        anticipadamente su deuda al Fondo Monetario Internacional. Son hechos, 
        concretos, tangibles, verificables e incontrastables. Una segunda misión 
        de los periodistas es determinar por qué ocurrieron esos hechos. 
        Ciertamente no se trata de un rol judicial, que apunte a buscar responsabilidades 
        con afanes condenatorios o exculpatorios. Porque al periodista le interesa 
        arribar lo más cerca de la verdad con un sentido periodístico, 
        de manera tal que lo que conoce, averigua y se entera, será luego 
        conocido por otros, que en definitiva constituyen su público. El 
        abanico de esa tarea periodística es más amplio: determinar 
        por qué cayeron las Torres Gemelas implica investigar desde cómo 
        estaban estructurados esos edificios, hasta entender el razonamiento que 
        llevó a los autores del atentado a adoptar tan espectacular y trágica 
        decisión. El periodista busca datos, los coteja, los pone en contexto, 
        los interpreta y arriba a conclusiones sobre el por qué. La ponderación 
        de unos hechos sobre otros (pero siempre hechos) le suma un valor agregado 
        a la información, la complementa, la enriquece. 
        Lo único que le está prohibido a un periodista es mentir. 
        Dar como un hecho lo que no lo es significa, en este contexto, “mentir”. 
        Hasta aquí queda claramente delimitada la función periodística. 
        Pero recorrido este camino, se abren las puertas de otro más complicado, 
        que tiene que ver con la segunda premisa de aquel postulado periodístico 
        del que hablábamos al principio: la opinión. Fundamentado 
        y apoyado sobre los hechos, el periodista tiene libertad para opinar. 
        Y respetando la delgada línea que divide la opinión libre 
        del delito -calumnia o injuria, por ejemplo- tiene el derecho, consagrado 
        constitucionalmente, de ser respetado en su opinión. Los hombres 
        públicos tienen su vida expuesta a la opinión de los periodistas. 
        Decir que un presidente es buen o mal gobernante es una opinión 
        que creará conciencia, tendrá mayor o menor predicamento 
        en la sociedad, de acuerdo a quién lo diga, qué tan creíble 
        y serio sea, cuáles sean los elementos que lo llevaron a emitirla 
        y, en definitiva, cuánto de verdad compartida implique. 
        Lo único que no se puede hacer, desde ningún estamento de 
        poder, es coartarla. De ninguna manera. Ni con censura lisa y llana, ni 
        con aprietes económicos, ni con intimidaciones físicas, 
        ni con compra de conciencias con una chequera. Una voz acallada por cualquiera 
        de estos mecanismos es una herida a la República. Denota una intolerancia 
        inconcebible en una democracia, porque si alguien expuesto a la función 
        pública quiere permanecer al margen de la opinión negativa 
        lo mejor que podría hacer es renunciar a la exposición pública. 
        Es decir irse a su casa, lejos de las ventajas que en la Argentina actual 
        ofrece ser un “personaje público”.Esta explicación 
        teórica tiene por único objetivo explicarle, con espíritu 
        docente, casi de escuela primaria, a todos los funcionarios públicos 
        que suelen enojarse con R&TA por sus opiniones, cómo funciona 
        la democracia. Esos mismos funcionarios que se refieren a esta publicación 
        como “un pasquín” están opinando, y R&TA 
        lo acepta aunque, claro está, no lo comparte. El juego de la libertad 
        intelectual permite estas confrontaciones, dentro de un marco de respeto. 
        No lo entienden así quienes mandan mensajes amenazando con juicios 
        porque una opinión ha “afectado el honor” de fulano 
        o mengano. Tampoco lo entienden así quienes apelan a otro tipo 
        de represalias, amparados en el ejercicio de su función, que utilizan 
        como llave de presión. Se habla de honor con una liviandad y un 
        desparpajo que dan risa. Patéticas muestras de intolerancia pretenden 
        horadar el espíritu crítico de esta y de otras publicaciones 
        que mantienen su independencia. Tal vez entenderían de qué 
        se trata si repasaran la máxima periodística y entendieran 
        que los hechos, “sus hechos”, deberían ser cumplidos 
        con un rigor sacramental para que no hubiera que andar investigando sobre 
        porqué hacen las cosas que hacen. Y, como diría Serrat, 
        “a quién sirven cuando se alzan las banderas”  
      Inciso 
        10 de la Declaración de la CIDH siempre la nombramos, ahora lo 
        transcribimos: 
      “Las 
        leyes de privacidad no deben inhibir ni restringir la investigación 
        y difusión de información de interés público. 
        La protección a la reputación debe estar garantizada sólo 
        a través de sanciones civiles, en los casos en que la persona ofendida 
        sea un funcionario público o persona pública o particular 
        que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público. 
        Además, en estos casos, debe probarse que en la difusión 
        de las noticias el comunicador tuvo intención de infligir daño 
        o pleno conocimiento de que se estaba difundiendo noticias falsas o se 
        condujo con manifiesta negligencia en la búsqueda de la verdad 
        o falsedad de las mismas”. 
         
      Ruben 
        S. Rodríguez 
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