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Marche un diccionario

“Si uno estaría escribiendo este editorial, sea cual sea el título, el contenido que llega al lector sería un atentado...” contra la correcta forma de expresarse en idioma español. La frase que abre estas líneas contiene errores graves. Sin embargo, son tan frecuentes y reiterados, que -al igual que ocurre con ciertos valores que van cayendo en desuso- resulta cada vez más difícil distinguirlos. Y ni hablar de corregirlos.
Aclaración importante antes de seguir avanzando: este editorial no propone el lanzamiento de una cruzada de puristas a favor del correcto uso del idioma. No estaría mal, por cierto, pero no es esa la intención de estas líneas.
Porque sabido es que los usos y las costumbres tienen tanto poder en el desarrollo de las sociedades que los argumentos fanatizados en favor de cualquier objetivo suelen conseguir el efecto exactamente contrario. Nada invita más a la trasgresión que una norma rígida impuesta por un intransigente. Y los latinos (la historia lo demuestra) suponemos que la mayoría de las leyes están hechas sólo para violarlas.
Alejado el fantasma de los “Torquemada del lenguaje”, lo que este editorial propone es, mínimamente, hablar un poco mejor. Utilizar ese código común de todas las sociedades, el idioma, de manera tal que preserve su propia identidad y, con ella, la cultura que nos abraza a todos los que formamos parte de ella.
Las tropelías lingüísticas que se cometen en la Argentina no están penadas por la ley. Para el Código Penal, no son un delito. Ni siquiera una contravención. Sin embargo...
La luz verde de un semáforo habilita el paso, en tanto que la roja lo veda. ¿Qué ocurriría si, de repente, a un grupo de personas se le ocurriera alterar esas premisas que rigen al tránsito? Vía libre a la imaginación de cada lector. El caos, traducido en cantidad de accidentes, muertos y heridos, causas penales y civiles, hospitales desbordados, y varios etcéteras más.
Salvando las distancias (que no son pocas, claro está), con el idioma pasa lo mismo. Decir: “si yo estaría” en lugar de “si yo estuviera” es equivalente a pasar con el semáforo en rojo. Sostener que “fulano llega mañana” en lugar de “fulano llegará mañana” es similar a detenerse con el semáforo en verde.
Las cosas están hechas de determinada manera para que todos nos sometamos a ellas y así conformemos una sociedad en la que sea posible convivir. Si las reglas comunes se alteran al libre albedrío de cada uno, probablemente el resultado sea una libertad empírica fabulosa en lo teórico, pero impracticable en la realidad. Ya se ha dicho: los argentinos somos campeones en eso de violar las normas. La pregunta que sigue es: ¿podemos ufanarnos de eso? ¿Nos ha ido bien con esas conductas?.
Los atropellos contra el idioma reconocen dos actores -corporativamente hablando- mayúsculos: los docentes y los periodistas.
El porcentaje de alumnos de la escuela primaria y secundaria que saben conjugar correctamente los verbos es cada vez menor. Es lógico: en la escuela, lugar en el que los niños deben educarse y aprender ese tipo de conocimientos, hoy ocurren otras cosas. Desde protestas por obras que debieron haberse realizado hace lustros y aún están en veremos, hasta docentes mal pagos que, en caso de adjudicar una mala calificación a un alumno que no sabe, incluso ponen en riesgo su seguridad física.
Cuando la escuela se convierte en un cambalache, la Biblia se conjuga en tiempos de calefón.
Los otros grandes responsables de los atentados contra el lenguaje somos los periodistas.  Las escuelas y facultades de periodismo vomitan egresados que conocen cómo se llama el puntero derecho del Galatasaray de Turquía (equipo de fútbol, por cierto) y cuántos revolcones tuvo Jennifer Anniston antes de separarse de Brad Pitt. ¿Sujeto, verbo y predicado? Poco y nada.
Esos “periodistas” llegan a los medios -cuando tienen buenos físicos y sonrisas atrapantes, o voces melosas -porque la radio no se queda atras y la TV no es para los feos- y se miran en espejos de señores con largas trayectorias que sostienen que “si Riquelme estaría dispuesto a ganar menos plata, Boca lo compra”.
Delincuentes idiomáticos. Eso es lo que son.
Los argentinos no nos entendemos. Por eso no nos ponemos de acuerdo en las cuestiones básicas. Por eso no salimos nunca del pozo. Por eso somos víctimas de un enemigo difuso, al que llamamos de diversas maneras porque no somos capaces de reconocer que somos enemigos de nosotros mismos.
Pero si se impone revisarnos a nosotros mismos, lo primero que habrá que hacer es investigar cuánto tiene que ver que no nos entendamos, con que hablemos un idioma corrompido, vaciado de contenido, contaminado mucho más que el Riachuelo.
Los jóvenes argentinos que egresan de las escuelas se informan con los medios de comunicación. En esos medios de comunicación, el promedio de utilización de palabras no supera los 600 vocablos. ¿Se imagina el lector que la Biblia se hubiera escrito con sólo 600 palabras? ¿Que el Quijote se hubiera escrito con 600 palabras? Hoy no habría religión. Ni tampoco literatura.
Algo grave está pasando. Algunos docentes y periodistas (variantes de un mismo elemento instructivo para la sociedad) no sólo no contribuyen a la solución sino que son parte, casi causa, del problema.
Moraleja: no nos entendemos. Consecuencia: así nos va. Resumen: nos lo tenemos merecido.

Ruben S. Rodríguez

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