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A falta de educación, gana la mediocridad

Muy tímidamente, algunas iniciativas parecen insinuarse en el horizonte de los medios de comunicación en la Argentina, apuntadas a un salto cualitativo de los contenidos que ofrecen las redes privadas de radio y TV. Son, por ahora, pequeñas promesas de un futuro mejor; tantas veces han fracasado estas promesas que el escepticismo se impone como norma, so pena de caer en una nueva y profunda frustración si, tal como ha venido ocurriendo, nada de ello crece y se reproduce, tenemos fe, ya se concreta como intención.
Recientemente, se conoció la propuesta de la Academia Nacional de Educación y luego del Fondo de las Artes para mejorar la calidad de los programas de TV impulsando un perfil plural, cuyos parámetros fueron consensuados con entidades culturales, académicas, universidades y asociaciones civiles.
Un prematuro análisis de esas propuestas profundiza el escepticismo, porque a priori parece ser más de lo mismo, un poco más prolijo, eso sí. Prohibición de emitir publicidad, extensión en dos horas del horario de protección al menor y un mecanismo para que el espectador califique la programación no parecen cambios sustanciales que puedan enderezar el rumbo. Inspirados en la idea de un televidente que apague el receptor ante un programa bizarro o de escasa calidad de contenidos, y consecuentemente no consuma los productos de los anunciantes que sostienen ese programa (muchas veces masivo hasta el desconcierto) parece una fórmula ideal. Mas no lo es en la Argentina, donde sólo sirve el boicot para forzar el descenso del precio del tomate.
Un reciente fallo de un tribunal santafesino, que pasó prácticamente inadvertido para los grandes medios de comunicación, parece dar respuesta a por qué las iniciativas coercitivas, al igual que las concientizadoras, fracasan sistemáticamente en nuestro país. El fallo habla de una cuestión vinculada con calumnias e injurias en un caso relacionado con derechos humanos violados durante la dictadura. Pero reflexiona sobre los medios y advierte: “El problema no es la palabra publicada sino la falta de un público educado, crítico y suficientemente advertido que los medios responden a intereses, que el instrumento (segundos en radio y televisión, centímetros en gráficos) no es suficiente para captar y contener la múltiple complejidad de la vida, de la ciencia o de cualquier cuestión, y más aún aquella que tenga implicancia en la ética colectiva”.
El diagnóstico es, entonces, que está faltando una concepción crítica para discernir la sustancia de la basura (y no sólo en los medios de comunicación) y avanzar en una dirección de crecimiento cualitativo. Para el público, que no es otra cosa que la sociedad.
De ese proceso sí estamos muy lejos. Pero es peor aún: estamos caminando en sentido opuesto. En la Argentina de hoy, habrá que decirlo claramente, muchos medios de comunicación mienten por ocultamiento. Y esa mentira tiene una sola explicación: dinero.
Los medios de comunicación ya no publican información sobre casas de comidas rápidas, empresas privatizadas, servicios, bancos, compañías de telefonía o internet y un largísimo, largísimo etcétera. Si los medios no lo publican, debe ser porque no hay información negativa. Si ello fuera así, Argentina debería ser muy parecida a Suiza, o Suecia, o Finlandia, o Alemania. Sin embargo no es así. ¿Entonces?
Entonces sucede que los entes reguladores no regulan nada, que las empresas de servicios no responden a los reclamos de los usuarios, que el transporte avergüenza. Pero si, por ejemplo, un medio con desprevenida independencia se animara a publicar una noticia que perjudicara -justificadamente, claro está- la imagen de una empresa, rápidamente se activarán los mecanismos para que esa noticia se tape con un gran titular en otro medio sobre el perro que rescato la oveja y la voz que la difundió, se calle. De allí en más, no habrá más «noticias perjudiciales», y los servicios y las empresas seguirán tan pésimas como siempre, sólo que la sociedad no se enterará porque los medios no lo publicarán. Y alguien recibirá una retribución por su silencio.
¿De qué manera puede una sociedad ser solidaria, agruparse contra el atropello, rechazar la basura que le proponen los medios de comunicación, si esos medios que deberían contribuir a fomentar su espíritu crítico suministran tácitamente sedantes colectivos para adormecer su ya de por sí diezmada capacidad de reacción?
Tímidamente aparecen algunas iniciativas para cambiar la situación. Pero mientras la vergüenza siga estando ausente y la decencia permanezca como un valor escaso, los intentos serán ingenuidades y estarán destinados inevitablemente al fracaso. O, lo que es lo mismo, que todo siga su rumbo hacia el abismo. Eduquemos al público, aportemos nuestro granito de arena, si es posible en el ojo de Goliat.

Ruben S. Rodríguez

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