Un debate tardío y mal encaminado La crisis de la TV colombiana, a punto de estallar
En sintonía con una corriente de revisión en la asignación de frecuencias de radio y televisión, pero también de los contenidos (término que parece haberse puesto de moda en los tiempos de la globalización informativa) Colombia se metió de lleno en una ardua tarea de debate sobre la TV abierta. La noticia no puede leerse fuera de contexto: Colombia atraviesa una grave crisis social e institucional. Sigue Jaqueada por el narcotráfico y tres bandos (uno institucional y dos irregulares) pelean en una guerra civil no declarada. Y, además, Estados Unidos ingresó al escenario sociopolítico con el denominado “Plan Colombia”, destinado en su faceta declamativa a combatir el tráfico de drogas pero, según entienden todas las fuerzas de oposición, destinado a ejercer una suerte de dominación política de la que la represión no parece estar ajena. En ese panorama, Colombia discute qué pondrá en la pantalla de cada televisor. El tema, que puede parecer -presentado a la ligera- como trivial y menor, sin embargo no lo es. Porque en esa acuarela compleja, los colombianos decidieron poner en marcha lo que ellos denominan “lluvias de ideas”, una suerte de brush storming en el que participan el gobierno, el congreso, programadoras, la Comisión Nacional de Televisión y los trabajadores del sector. Algunos signos preocupantes La iniciativa, saludable como idea, tiene -no obstante- algunos aspectos preocupantes: No están los representantes de las fuerzas sociales (partidos políticos, organizaciones no gubernamentales, entidades intermedias) y el debate parece apuntado sólo a la crisis financiera que enfrentan las empresas del sector. En el país existen tres posturas antagónicas, tres modelos de país tan diametralmente opuestas: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), de izquierda; las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), paramilitares de ultraderecha, y el propio gobierno, con su postura legalista pero proclive a los planteos de la derecha conservadora que encarna el presidente Andrés Pastrana. La comisión que discutirá el futuro de la TV abierta en Colombia parece excluir esas vertientes y se ciñe, solamente, a la cuestión económica. “A pesar de las reducciones de costos, las empresas de televisión no han logrado equilibrar sus ingresos debido a la drástica disminución de la oferta publicitaria, la aparición de nuevos canales privados –RCN, caracol y CityTV- y el deterioro general de la economía”, relataron fuentes cercanas a la iniciativa. Posturas en conflicto En esta etapa de los diálogos, está en discusión una propuesta del senador liberal Juan Fernando Cristo, quien propuso -mediante un proyecto de reforma a la Ley de Televisión- una virtual apertura total a la inversión extranjera de tal suerte que el control y el paquete accionario mayoritario de esos grupos pase a manos de capitales de otros países. Concretamente, el proyecto de Cristo plantea una reforma que posibilite que el capital extranjero, actualmente limitado a un máximo del 11 por ciento en las emisoras de TV, a un tope del 51 por ciento, lo que equivale a ceder el control, el gerenciamiento, la mayoría en el directorio y, en síntesis, virtualmente la propiedad de los canales a inversores privados. Lejos de dejarse tentar por las mieles del dinero fresco -que salvar de la ruina a no pocas empresas, el presidente de CityTV, Iván Mcalister, a nombre de todos los canales privados, contrapuso casi que con vehemencia: “permitir la creación de sociedades con empresas extranjeras significaría una privatización de la televisión pública”. CityTV es propiedad de la Casa Editorial El Tiempo (propietaria del diario de ese mismo nombre, uno de los principales de Colombia) y una empresa canadiense y emite principalmente para Bogotá y el Distrito Capital. El giro hacia la derecha, la trasnacionalización de los medios, la venta en condiciones generosas de los canales locales y el ingreso de capitales extranjeros cuenta, no obstante, con un fuerte apoyo en el sector de las emisoras estatales. Daniel Coronel, en representación del Canal Uno, y Carlos Mejía, del Canal A -ambas televisoras en manos del Estado- impulsaron la creación de concesionarios integrados que operen durante diez años una suerte de concesionamiento de las frecuencias aunque con plazos sustancialmente más cortos que en otros países, entre ellos la Argentina- y, además, que se permita el acceso de capital extranjero. Coronel propuso también una medida impositiva que, según una primera lectura, tiende a alentar la llegada de capital extranjero: señaló también que el precio que pagan las programadoras por el derecho de transmitir es un impuesto parafiscal que debería reducirse. Agregó que las empresas, a cambio, se podrían comprometer a producir media hora de televisión cultural por cada media hora de comercial, canjeable por parte de las obligaciones que deba cumplir con el Estado, una condición que los canales privados eluden. Un fuerte cuestionamiento La postura que exhibieron las televisoras oficiales fue un jalón más, en un espectro de fortísimo cuestionamiento de que son objeto en la actualidad, no sólo desde sectores privados sino, incluso, desde el propio Estado. En un caso, en particular, el cuestionamiento proviene de otro organismo que es eje de duras críticas: la Comisión Nacional de Televisión. Su presidente, Sergio Quiroz, presentó tiempo atrás ante el Parlamento colombiano un proyecto que aún está en tratamiento y que, en caso de aprobarse, significaría lisa y llanamente la desaparición de un canal estatal, como mínimo, y los dos, en una postura de máxima. Pero el criterio, nuevamente, es economicista: no se cuestiona en ese proyecto la calidad de los contenidos sino, solamente, las fuertes pérdidas que registran y la necesidad de apelar a fondos del tesoro para su financiamiento. Pero en un país con acuciantes necesidades sociales, la ministra de Comunicaciones, María del Rosario Sintes, defendió tácitamente esos aportes y justificó la necesidad de “aliviar la actual situación” para, sólo después, abordar reformas estructurales. Por estructurales, nuevamente con un criterio meramente de números, la funcionaria apuntó al financiamiento de las televisoras, y en ese sentido deslizó -también ella- la posibilidad de que se incorpore capital privado extranjero. La inyección de capital alcanzaría, según la idea del Ministerio de Comunicaciones, a las empresas Inravisión y Audiovisuales, dos programadoras estatales que manejan los espacios que no han sido otorgados en licitación por falta de interesados. Inravisión es, en realidad, el Instituto Nacional de Radio y Televisión. Se convirtió en productora por necesidad, pero no tiene esencialmente las condiciones que debe reunir un organismo de esas características. Sufre las consecuencias de una hiperburocratización de cualquier organismo emparentado con la administración pública. Depende del Ministerio de Comunicaciones y desde diversos sectores sociales (muchos de ellos no representados en esta suerte de “mesa de diálogo de la comunicación”) se lo acusa de “clientelista, corrupto e ineficiente”. A sus vicios naturales agrega, por herencia, los que la alcanzan por su origen: Inravisión fue creado durante una dictadura, la de Gustavo Rojas Pinilla, a mitad de siglo. Por realidad y por legado, Inravisión es hoy poco menos que una “máquina de impedir”. Qué cosas? soluciones de fondos, buen financiamiento, administración eficiente, contenidos acordes a las demandas y la necesidad de la TV colombiana. Gasta mucho y mal: unos 50 millones de dólares por año, según datos de 1999; sus necesidades financieras son crecientes: multiplicó por cinco la demanda de recursos en menos de un lustro; recupera poco y nada: sus producciones son de la peor calidad que se pueda ver en la TV colombiana. Para que se entienda en su dimensión la profundidad de la crisis de la TV colombiana, valga un dato ilustrativo: mientras Inravisión reclama más de 50 millones de dólares anuales para su financiamiento, el conjunto del mercado publicitario de la TV colombiano, sumadas todas las televisoras de alcance nacional, ronda los 150 millones de dólares.