Editorial

Guerra y elecciones: cuando todo puede ser una soberana mentira

El mundo está al borde de una guerra. La Argentina está muy cerca de elecciones generales para ungir Presidente. Los dos episodios son, por naturaleza, enemigos de la libertad de expresión y del derecho de los ciudadanos a saber qué pasa y por qué pasa. Desde antaño los comunicadores conocemos un viejo teorema que dice que “cuando hay una guerra, la primera víctima es la verdad”. Ello es tan cierto como que las supuestas “razones de Estado” que llevan a un país a entrar en conflicto bélico con otro requieren de silencios cómplices para ocultar los horrores de las batallas. Los argentinos sabemos de sobra que cuando hay guerra, lo primero que desaparece es la verdad. Aún nos laceran las tapas de diarios y revistas que contaban de qué manera estábamos ganando la guerra de Malvinas, cuando los conscriptos llevados de apuro a un conflicto desigual contra soldados profesionales sufrían la derrota militar y la ignominia de sus superiores castrenses. Sólo la derrota destapó, y sólo parcialmente, retazos de verdad. En Afganistán hubo una charada de guerra para derrocar a los Talibán. Pero quienes lanzaron la guerra la ganaron, de modo que los “daños colaterales” (eufemismo utilizado para enmascarar los “errores” cometidos, que en estos casos se traducen siempre en muertes de inocentes) nunca se conocerán. ¿Pasará lo mismo en Irak? Seguramente. Primera invitación de este editorial: dude de todo lo que vea, escuche y lea. Hay una guerra y todo lo que le están diciendo puede ser una soberana e impúdica mentira. En la Argentina, en poco más de un mes habrá elecciones presidenciales. Ciertamente no es una guerra, pero algunas actitudes de los 19 candidatos que aspiran a quedarse con el sillón de Rivadavia se le asemejan mucho. ¿Hay (habrá) en la Argentina un “sacrificio” de la verdad, cual si estuviéramos en una guerra? Todo parece indicar que sí. De hecho, suponer que la Argentina tiene 19 soluciones diferentes para sus problemas parece un despropósito que, sin embargo, ningún medio de comunicación, ningún periodista, ningún editorialista y ningún formador de opinión ha dicho claramente. Como contrapartida, los candidatos -aún los ignotos, esos que uno no termina de explicarse por qué se presentan a una elección en la que, con suerte, sacarán el 0,1 por ciento de los votos- siguen desfilando por los programas de radio y TV. ¿Por qué? ¿A quién le interesan? Mejor dicho: ¿cuál es el interés en que aparezcan? La prensa internacional, al igual que la vernácula, han dejado de ser vehículos de información para transformarse en “operadores” de la verdad. Manipulada, maquillada, orientada con un esquema determinado, la “verdad” a secas ha dejado de ser un valor absoluto para convertirse en uno relativo. Un pedazo de rústico vidrio de botella pulido, barnizado y colocado en una coqueta caja forrada en terciopelo puede pasar perfectamente por una esmeralda. Como contrapartida, una esmeralda recién sacada con pico y pala de la montaña será sólo un trozo de botella rota si los medios quieren que sea apenas eso. Nueva recomendación: abra bien los ojos, los oídos y, fundamentalmente, las neuronas. Buena parte de lo que se diga hasta el 27 de abril y posteriormente hasta el 18 de mayo -fecha prevista para el ballotage- puede ser y seguramente será mentira. ¿Qué es lo que puede hacer un ciudadano indefenso ante el bombardeo informativo que obnubila la ideas y oscurece los pensamientos? Poco, por cierto. El proceso que desemboca en este brutal disimulo de la verdad es muy largo y se remonta a muchos años. Basta con ver el nivel de la educación pública y privada en la Argentina, los índices de deserción escolar, de desnutrición infantil y desempleo para comprobar que la Argentina, como país, está pariendo una generación de semianalfabetos y analfabetos funcionales incapaces de discernir la verdad de la mentira. Para destruir a la Argentina de la manera en que se la ha destruido en las últimas décadas hace falta mucho ciudadano bruto, mucha televisión basura, mucho ruido de radio, mucha tinta desperdiciada en las páginas de los diarios. Y mucha operación mediática, también. Los medios de comunicación gozan hoy en la Argentina de una inexplicable credibilidad. Inexplicable, decimos, porque una gran mayoría de ciudadanos sabe (y si no lo sabe, lo sospecha) que buena parte de lo que se le ofrece es una máscara pueril de la realidad. No son, por cierto, actitudes desinteresadas ni casuales las que llevan a tamaña desinformación. Aún a riesgo de que este editorial rompa códigos no escritos en los medios de comunicación, la obligación de R&TA es advertir que se vienen tiempos difíciles para entender, y no habrá ninguna ayuda para hacerlo. Habrá que apelar, entonces, a la desconfianza. A una suerte de tamiz desprovisto de elementos de juicio para determinar qué se cree y qué no. Por lo pronto, sería saludable que se crea poco y se dude mucho. Tal vez así se obligue a los comunicadores y a los gobernantes a respetar la verdad. Porque como dice el catalán Joan Manuel Serrat, “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Respete y apoye a los medios que le acercan la verdad.

Ruben S. Rodriguez