Es
un monstruo que pisa fuerte
Según
el diccionario de la Real Academia Española, Cultura es en una
de sus acepciones, el “conjunto de conocimientos que permite desarrollar
su juicio crítico”. También, el “conjunto de
modos de vida y costumbres, conocimiento y grados de desarrollo artístico,
científico industrial, en una época, grupo social, etc”.
Sin embargo, una última acepción, referida a “cultura
popular”, la define como el “conjunto de manifestaciones en
que se expresa la vida tradicional de un pueblo”.
A los efectos de este editorial, nos quedaremos con esta última.
Y trataremos de interrelacionarla con las otras definiciones, para elaborar
un pensamiento que siente nuestra postura frente a un fenómeno
que no es nuevo, y que ni siquiera está en auge, pero se ha metido
en las raíces de un sector muy amplio de la población y
amenaza con convertirse en un elemento cualitativa y cuantitativamente
preponderante en el desarrollo de la Argentina como sociedad.
La música forma parte de la cultura, al igual que los medios masivos
de comunicación, en especial la televisión, que penetra
en los hogares casi sin pedir permiso y ofrece una programación
única en contenidos y mensajes, independientemente de quiénes
sean los receptores.
Esos dos factores confluyen muchas veces en una sola expresión:
la televisión difunde música.
A menudo escuchamos voces, generalmente provenientes de las clases sociales
acomodadas, que la música que difunde la televisión es basura.
R&TA comparte parcialmente ese criterio, pero sólo por una
cuestión de gusto de quienes hacemos este censuario. Mas, visto
desde una óptica académica del sentido etimológico
del término “cultura”, esa música “basura”
es precisamente eso, cultura. Aunque no nos guste.
Desde un atalaya pseudointelectual, quienes creemos que música
es cultura sólo si se trata de Chopin, Vivaldi o, incluso, Serrat
o Pink Floyd, estamos cometiendo un gravísimo error. Estamos viendo
un fenómeno cultural desde una óptica acotada a un gusto
personal, y negamos sistemáticamente y con cierto aire autoritario
lo que no se adecua a nuestro paladar. Y sin embargo, lo que no es acorde
a nuestro deleite también existe.
Mal que nos pese, la “cumbia” también es cultura. Resume
un “conjunto de manifestaciones en que se expresa la vida tradicional
de un pueblo”. Y ese pueblo es el nuestro, el que tras la última
dictadura, los vanos y tibios intentos del “alfonsinismo”,
la década “menemista”, el perverso “delarruismo”,
el corralito, el corralón y las cacerolas, Cabezas, la Amia, la
Embajada de Israel, la Convertibilidad, el default, Maradona, Rodrigo,
Jacobo Winograd y la impresionante manifestación por Axel Blumberg,
supimos -o no supimos- forjar.
Cierto es que la televisión muestra sólo lo que económicamente
le conviene mostrar. Y sólo quiebra esa regla de oro cuando otros
intereses –poder y política, concretamente- aconsejan implementar
la censura sin más.
La cumbia villera, por poner sólo un ejemplo, es el emergente de
una sociedad que se consumió a sí misma en una carrera por
el individualismo que dejó de lado, bastardeó y depreció
cualquier rasgo de solidaridad. Una sociedad que malvendió sus
sueños por un plato de lentejas. Que miró para otro lado
cuando el sistema educativo, de por sí deficitario hace 30 años,
se hundía en una oscuridad tan profunda como grandes eran los negociados
y la corrupción que, aunque la Justicia no consiga probarla, está
instalada como sensación en cada rincón del país.
¿Entonces, qué sentido tiene quejarse de la televisión
que exhibe a la cumbia villera como expresión de cultura? ¿Acaso
no fue también cultura el culebrón de Samanta Farjat y Natalia
De Negri cuando el “Caso Cóppola” era tema de todos
los días? Sepámoslo de una vez: Mauro Viale, Silvia Süller,
Baby Etchecopar, Yayo Cozza, la cumbia villera y últimamente Giselle
Rímolo y Silvio Soldán también son cultura. Nuestra
cultura.
Ellos están -o estuvieron allí- porque el público
encendió el televisor cada noche para acicatear su propio morbo
con la excusa de que eso pasaba en otro lado. De la misma manera existió
y existe la cumbia villera.
Si la TV es basura, la sociedad también. Interactúan y se
relacionan en un ida y vuelta que funciona bajo el argumento de que “al
público hay que darle lo que reclama”. Y lo que reclama es
lo que los dueños y administradores de los medios, que no son otra
cosa que el emergente de esa misma sociedad, decide que tienen que reclamar.
Tan enfermos estamos que sembramos, regamos, abonamos y cultivamos un
monstruo y ahora nos horrorizamos porque creció y no lo podemos
detener. Pues bien: ese Frankenstein del que ahora parecemos arrepentirnos
es el producto de nuestra creación. Las cosas como son, la culpa
es nuestra.
Lo peor del caso es que para revertir esa tendencia es necesario emprender
un camino larguísimo que nuestra generación, y probablemente
tampoco la próxima, ni la próxima, podrá ver. Pero
ni siquiera eso. La sociedad suicida argentina continúa hipotecando
generaciones, postergando realizaciones y demorando el comienzo del camino
aterrorizada por todo lo que hay que caminar.
Si quedan fuerzas (y vergüenza), tal vez entonces sí, podamos
iniciar el camino del cambio.
Ruben
S. Rodríguez
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