Dejemos
de usar “el coso ese”
El
idioma español es verdaderamente una maravilla. Más allá
de que la Real Academia Española esté cada vez más
permeable a la introducción y aceptación de vocablos que
nada tienen que ver con la lengua de Cervantes, pocos idiomas en el mundo
ofrecen tantas posibilidades diferentes para llamar a una misma cosa.
Y ninguna insinúa tantas ofertas poéticas para convertir
a un objeto trivial y probablemente desprovisto de cualquier sesgo literario,
en una propuesta de amor.
Por eso enoja (irrita, exaspera, molesta, perturba, ofusca... he aquí
un ejemplo de cuanto decíamos en el primer párrafo) que
el indefenso español se vea tan impiadosamente atacado por enemigos
de toda laya provenientes de distintos frentes.
Alfredo López Períes, en un artículo de reciente
publicación, manifestó como propia una indignación
colectiva que R&TA comparte: “ Una compañía líder
de telefonía celular no ha tenido mejor idea que presentar, por
medio de una costosa campaña de publicidad, el primer diccionario
para los aficionados al chat”.
Tras enumerar esa jeroglífica conjunción de letras y signos
inconexos que en un nuevo idioma quieren significar cosas que antes se
decían de otra manera, López Períes reflexiona que
esa serie de “disparates idiomáticos permitirán que,
a través de un medio de comunicación tan popular como el
´chateo´, sobre todos los jóvenes, se expresen con
una pobreza tremenda”.
El brillante artículo es, sin embargo, incompleto. Porque la deformación
del idioma y su bastardeo permanente, es muy anterior al chat. Constantemente
y desde hace décadas vienen atentando contra él periodistas,
movileros, locutores, publicistas y fundamentalmente docentes de escuelas
primarias y secundarias.
¿Qué ocurre con nuestra sociedad que, por no defender, no
defiende ni siquiera el código común con el que se comunican
sus ciudadanos entre sí?
En una pared de una Iglesia de la Ciudad de Buenos Aires, una leyenda
(según el convencionalismo aceptado, “graffiti”) propone:
“Cuide su salud mental, por +fabor+, no entre a la Iglesia”.
No hay un error de tipeo, la leyenda dice “fabor”, con B,
en lugar de “favor”, como correctamente corresponde.
Alguien, tan anónimo como el autor de la primera frase, agregó
–seguramente con la misma indignación que nos sacude al momento
de escribir este editorial-: “Sí, pero por favor, no deje
de ir a la escuela”.
Espanta leer los diarios y sus errores de significación y ortografía.
Ni hablar de escuchar la radio o ver programas de televisión, en
los que los atropellos contra el buen uso del idioma son tan frecuentes
que parecen una obligación.
En el escenario complejo de la Argentina que vivimos, estas cuestiones
parecen casi temas menores. Sin embargo, otra leyenda en aerosol anotada
sobre el paredón de un hospital público en el barrio porteño
de Barracas promociona una lista interna de un sindicato bajo el lema
“abajo la +corrupsión+. Vote lista...”
El producto de la +corrupción+ (que así se escribe, con
C), de los dineros desviados hacia bolsillos oscuros de personajes generalmente
impunes, es uno de los factores que en las últimas décadas
ha debilitado a la enseñanza pública. Más allá
de cualquier debate ideológico, cuyo desarrollo no es objeto de
estas líneas, la Argentina fue un país grande gracias, en
buena medida, a que hace dos siglos existió un Domingo Faustino
Sarmiento que impulsó la enseñanza obligatoria como herramienta
para sentar las bases del desarrollo.
No se pide aquí que se produzca una aceptación acrítica
del pensamiento de Sarmiento. Sólo que se rescate aquella idea
madre, la de fomentar la educación, como punto de partida para
una sociedad mejor, más justa, con menos entenados y más
hijos.
Cierto es que avergüenzan los estudiantes que acuden a un examen
de ingreso a una facultad y mayoritariamente reprueban. Pero recientemente
trascendió que el Consejo de la Magistratura declaró “desierto”
un concurso entre jueces, abogados y funcionarios judiciales para cubrir
un cargo de camarista de un tribunal oral de Santiago del Estero porque
entre todos los postulantes sólo dos sacaron una nota superior
a cuatro en la prueba de oposición (de conocimientos).
El pescado está podrido por la cabeza y también por la cola.
Un buen uso del idioma seguramente no será una llave mágica
para solucionar ese gravísimo problema de educación que
padece la Argentina. Pero tal vez sea un buen punto de partida.
Si los maestros enseñan en los colegios, los periodistas y locutores
aplican correctamente el idioma en sus trabajos, los publicistas hacen
lo propio y olvidan que para vender un teléfono o una licuadora
más es necesario matar a su propia madre, buena parte del camino
estará recorrido.
Desde estas páginas hemos dicho más de una vez que la verdadera
revolución que necesita la Argentina es, ante todo, educativa.
Y también, que hace falta una decisión política para
encararla.
Pareciera ser que la deformación de la lengua ha generado un ruido
en la comunicación. No nos escuchan. Tal vez porque todavía
nos resistimos a comunicarnos en el idioma del chat.
Ruben
S. Rodríguez
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