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Tanto va el cántaro a la fuente, que al final no la menciona

Los periodistas de profesión llegaron alguna vez a un medio de comunicación llenos de vocación y principios. Generalmente eran jóvenes idealistas, que soñaban con cambiar el mundo desde una máquina de escribir. Pero el sueño duró poco. Se encontraron con que otros colegas, que habían desembarcado años antes, quedaron atrapados (y aceptaron en algunos casos con mansedumbre) en una compleja trama de intereses, ideologías, acechos judiciales y presiones, recibidas desde el poder, que les habían cercenado todo lo que el periodismo tenía de lúdico hasta entonces.
Para peor, esos antecesores habían crecido respetando las reglas del juego, y consiguieron forjar una imagen de éxito -traducido en posición económica y social, básicamente- que los había transformado de desengañados seres humanos a modelos a imitar.
Suena extraño, pero pasó. Y sigue pasando, aunque con algunos bemoles.
Los novatos que llegan a los medios tienen, por cierto, menos ideales que los de hace un par de generaciones. Y por lo general, también carecen de escrúpulos. Todo ello, (sumado a que el respeto por los valores esenciales están desde hace tiempo ocultos en cajones cerrados con llaves), redondea un cuadro patético sobre el periodismo en la Argentina.
La síntesis simplista que acabamos de hacer apunta, esencialmente, a diferenciar en tres etapas la decadencia del periodismo argentino: los jóvenes que aspiran a revolucionar los medios con el ímpetu idealista que suele conllevar la juventud; esos mismos trabajadores adoctrinados, amaestrados y seducidos con espejitos de colores; las mismas personas, lustros más tarde, convertidos en íconos de la denominada “prensa moderna”, en muchos casos dueños de medios de comunicación, dispuestos sólo a la efímera rebeldía de apretar el tubo del dentífrico por el medio para fingir cierta rebeldía que oculta la intención gatopardista que los guía: simular que algo cambia para que todo siga igual y en camino a peor.
El periodismo argentino se recicla a sí mismo y finge que acompaña (incluso impulsa) los nuevos tiempos. No es cierto. El periodismo como profesión es acaso el más noble de los trabajos, porque exige un altruismo tal, que el periodista debe despojarse de sus sentimientos porque, antes que nada, debe informar. La información no es de izquierda ni de derecha, ni buena ni mala, ni agradable ni irritante. La opinión es libre, pero los hechos son sagrados. Las cosas se cuentan solas, sólo hay que saber mirarlas, decía Piero en los 60.
José Claudio Escribano, uno de los referentes periodísticos del diario La Nación, escribió recientemente: “¿A qué podrían atenerse los periodistas argentinos si no cambian en el país las cosas en tal tipo de relaciones con el poder? ¿Cómo actuar cuando altos funcionarios nacionales los informan con lujo de detalles sobre sucesos de la significación internacional del supuesto acuerdo por 20.000 millones de dólares con China y después resulta que la noticia es rápidamente desmentida -o desteñida, para ser más precisos- no sólo por el país asiático sino también por el gobierno argentino? No ha sido esa la primera vez que ocurre algo parecido con este gobierno”. Nadie se dio cuenta que los Kamikaze eran los japoneses y no los chinos.
El tratamiento de la noticia parece dar una respuesta. En lugar de anunciar “China invertirá tantos millones en la Argentina”, se hubiera debido decir que “el Gobierno argentino dice que China invertirá tantos millones”. Eso hubiera identificado a quien mintió. Pero la prensa nacional, o buena parte de ella, simpatizante del gobierno de turno, obró como vocera de los voceros, asumió como propia la información y después, vaya paradoja, se quejó porque no era cierta. Luego el presidente salió a decir que lo que sus propios voceros habían deslizado era una “novela”, y así, los que mintieron fueron los comunicadores y no el Gobierno, como realmente ocurrió.
La responsabilidad no es sólo del Ejecutivo. Alguien vendió pescado podrido y alguien lo compró acríticamente. Allí aparece la falta de profesionalismo, de seriedad y de compromiso con la verdad. Ante tamaña información, primero es necesario verificar su veracidad y luego difundirla. Eso es periodismo veraz e independiente. Lo otro se parece mucho a las prácticas goebbelianas del Tercer Reich.
La manipulación de la información no es una potestad sólo de este Gobierno. Pero otro ejemplo que pasó inadvertido muestra que también éste la aplica. Minutos antes de que se conociera la noticia de que la Corte Suprema había convalidado el despojo de la pesificación, sorpresivamente saltó a la luz pública que un “intruso” se había adentrado en la quinta presidencial de Olivos y puesto en riesgo la seguridad del presidente. El intruso, obviamente, nunca apareció. Pero la noticia opacó en centimetraje el fallo de la Corte. Esta es la práctica: tapar un escándalo haciendo estallar otro de igual o mayor magnitud. Y utilizar, para ello, a los representantes insertos dentro de los medios.
Reinaldo Sietecase, un excelente periodista –de los muchos que existen- denunció en un programa de radio que “el Gobierno tiene sus propios voceros oficiales, y que están instalados en los medios”. Cierto. Tanto como que los medios están para otra cosa. Difundir la información sin confirmarla y asumiéndola como propia, no es periodismo.
El presidente del Consejo Deontológico de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España (FAPE), Antonio Fontán, añadió recientemente otra verdad insólita: “Hace 50 años sólo unos pocos trabajadores de prensa tenían prestigio. Hoy lo tienen miles de profesionales”. Para Fontán, “es un progreso, lento pero fundamental. El respeto hay que ganárselo, en esta profesión como en todas”. En la Argentina, muchos tienen eso que el común de la gente identifica como “prestigio”. Pero ciertamente no parecen tener demasiados méritos para haberlo ganado.

Ruben S. Rodríguez

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