Mientras
luchamos por separado, nos vencen a todos juntos
Decenas
de veces hemos defendido el ejercicio irrestricto de la libertad de prensa,
aún a sabiendas de que este derecho, entendido como un bien en
estado puro, no existe.
Nuestros lectores han de estar hartos de nuestras declamaciones y descripciones
sobre las presiones que aquejan a los periodistas, que cercenan su posibilidad
de ejercer plenamente la profesión y el derecho constitucional
de buscar y difundir información sin censura. Ni previa, ni posterior,
ni intermedia.
Pero R&TA no cree en la rebeldía vacía de reclamar sin
comprometerse. Pocas cosas avalan tanto la credibilidad de un medio de
comunicación -y por ende, de las personas que lo componen- como
la manifestación sin tapujos, ni retaceos, de un pensamiento, traducido
en una línea editorial. Los lectores necesitan, para confiar en
sus periodistas, que les hablen claro, con un discurso sólido y
principista (eso que se lleva tan poco en estos tiempos), que trasunte
más allá de su rol principal de informar, su concepción
de la actividad y su pensamiento profundo sobre ella.
Sin quitar, en absoluto, ni una coma de todo cuanto se ha venido diciendo
aquí sobre la necesidad de profundizar la libertad de prensa, a
través del pluralismo de los medios, de evitar la concentración
y la dependencia, muchas veces bastarda, de la publicidad oficial, queremos
dejar en claro también nuestra postura respecto de cómo
ejercemos nuestra labor.
Utilizaremos el plural porque, al fin y al cabo, formamos una corporación,
alguna vez llamada “patria periodística”, en la que
hay buenos y malos, probos y réprobos, honestos y deshonestos.
Pero a la hora de hablar de “el periodismo” es necesario un
plural -tal vez injusto- que nos englobe a todos.
En nuestro afán crítico, y en la convicción de que
eso contribuye a mejorar la profesión, es que R&TA quiere reclamar,
de manera clara y contundente, la elaboración de una colegiatura
de periodistas. Los abogados necesitan una matrícula para defender
o acusar a un imputado; los médicos, lo mismo para atender a un
paciente. Pasa igual con los escribanos, los ingenieros y un sinfín
de actividades profesionales, que necesitan de un certificado que los
habilite, en su idoneidad, para ejercer la misión social que eligieron
y, por añadidura, les fue asignada.
Resulta absurdo pensar que por el sólo hecho de vestir un delantal
blanco alguien someta a una persona a una operación a corazón
abierto, porque alguna vez vio una videofilmación sobre una intervención
quirúrgica. Tan absurdo como encargarle la construcción
de un edificio de 20 pisos a quien desconoce, más allá de
algunas nociones básicas, los secretos de la arquitectura. El paciente
se puede morir, el edificio seguramente se derrumbará.
¿Por qué no ocurre lo mismo con la profesión periodística?
Ligeramente se podrá responder: “porque nadie se muere por
una noticia”. Gravísimo error: los reporteros, convertidos
en jueces, presidentes, diputados, policías, entrenadores de fútbol
y todos los etcéteras que uno pueda imaginar (producto del trastocamiento
de valores que padece la sociedad) tienen tanta o más responsabilidad
sobre el tejido social que un médico, un abogado o un arquitecto.
Los medios de comunicación, lo hemos dicho hasta el cansancio,
son la mayor y más formidable herramienta de educación que
se haya inventado jamás. Que en el escenario actual cumplan con
cualquier rol menos con el de difundir e inculcar cultura, es producto
de una espiral descendente, una suerte de remolino que arrastra hacia
abajo cualquier valor positivo para el cuerpo social. Pero pobre sería
nuestro razonamiento si ante esa situación optáramos por
conformarnos con resignación y mansedumbre, porque ello no sería
otra cosa que un suicidio a plazo fijo, una hipoteca ilevantable de cara
a las generaciones futuras, que crecen a la sombra de inescrupulosos -en
algunos casos- e iletrados -profesionalmente hablando- en la mayoria.
Cada lector estará, a esta altura, colocando dentro de su imaginación
a los “periodistas” que mejor encuadren en esta descripción.
La actividad necesita de una colegiatura. Un Colegio de Periodistas, como
los hay de abogados, escribanos, arquitectos, médicos. Un Colegio
que conceda una matrícula tras sortear una serie de requisitos
mínimos pero indispensables: vocación, sentido común,
ética, respeto, rigor informativo, manejo del idioma y metodologías
de trabajo congruentes con la responsabilidad social del informador.
Ese Colegio deberá, además, exigir a sus afiliados que presten
un juramento, como el hipocrático de los médicos, sobre
un Código de Ética. Y quien lo viole, deberá ser
juzgado por un tribunal de notables (a los que habrá que buscar
con lupa, por cierto) y sancionado con dureza cuando la violación
sea grave.
No es todo. La figura del “enriquecimiento ilícito”,
que actualmente el Código Penal contempla sólo para los
funcionarios públicos, debería ampliarse al resto de los
profesionales.
La razón es sencilla: si algún comunicador no está
en condiciones de justificar que su patrimonio fue adquirido con su trabajo
o sus inversiones legales, su credibilidad estará sospechada. Su
función social es demasiado importante como para dejarla en manos
de quien no puede sostener con su decencia el ritmo de vida y gastos que
lleva.
No “cualquiera” puede ser periodista. Idoneidad, honestidad
y rigor profesional son tres condiciones irrenunciables. Queda claro que
no basta con “parecer”; hay que “ser”, y más
aún, “demostrarlo”.
El rol de un informador en una sociedad moderna es mucho más importante
que el de un funcionario público, sea este presidente, ministro,
legislador o juez. Porque a un presidente, un ministro, un legislador
o un juez, cada vez les cree menos gente.
Ruben
S. Rodríguez
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